El día en que la crisis termina y el cielo se despeja podemos comprender que aquello que nos parecía tan difícil se transformó en un lugar de bendición. El viento soplaba sin piedad sobre la cima del monte. La figura de Abraham se recortaba sobre el horizonte casi suspendido sobre su bastón arqueado. Acaba de arribar a lo más alto de Moriah, y se siente fatigado.
El patriarca comienza a sentir que finalmente Dios no intervendrá. Que no llegará a tiempo, no está entre sus planes ayudarlo a salir de esta crisis. Pero también está consciente de que es hora de construir el altar. El hombre se hará cargo de las piedras más grandes y el muchacho de las más pequeñas. Mientras hace el último esfuerzo por levantar cada roca, siente que Dios está más lejos que de costumbre, que el Creador ha decidido ignorarlo arbitrariamente.
Tiene la amarga sensación de sentirse solo en medio de la nada. También cree que ya es hora de decírselo al muchacho. Durante tres días ha estado meditando cuáles podrían ser las palabras correctas. Cómo decirle a la razón de su vida que debe asesinarlo, y lo que es mucho peor, en nombre de Dios. – Isaac, ven aquí, tenemos que hablar… –dice, como interrumpiendo sus propios pensamientos que no le han dado tregua. El muchacho es inteligente y sagaz. Sabe que algo anda mal, y le parece sospechar de qué se trata. – No tienes nada que decirme, papá – dice– sé lo que vas a decirme, y puedes contar con que lo entenderé. ¿Querías ver un hombre asombrado? Aquí lo tienes. – ¿Quieres decir que todo el tiempo sabías lo que estaba ocurriendo? – pregunta el incrédulo Abraham. – Por supuesto. Aun cuando intentabas hacerme ver que tenías todo bajo control, yo sabía que algo no estaba bien. Sé que te olvidaste el cordero, y pensabas que Dios iba a proveerlo. Pero no tienes de qué preocuparte, puedo bajar y regresar por uno.
Abraham cree que la vida le está haciendo una broma de mal gusto. – No se trata de un problema de mala memoria. No podría olvidarme del cordero. Tú sabes que siempre he tratado de tener todas las respuestas, pero no creo que vayas a comprender lo que tengo que decirte. El muchacho está petrificado. Nunca ha visto a su papá tan serio y preocupado. Abraham abre su boca, pero no logra encontrar las palabras adecuadas. De todos modos, el muchacho ya leyó los ojos de su padre. No hacen falta las palabras. – ¿Vas… a… sacrificarme a mí? –pregunta con la voz entrecortada. El hombre asiente con un ligero movimiento de cabeza. Ahora se funden en un silencioso abrazo. Esto acaba de conmover los cielos. Miguel está desesperado y ansioso. Mientras tanto, Dios sigue observando con detenimiento. – Déjame bajar – implora Miguel– ¡Va a matar a su hijo! – Aun no – dice el Señor– sé cuál es el límite de mi siervo, estoy seguro de que podrá soportar un poco más. Abraham sabe que el muchacho no se resistirá al sacrificio. Así que saca una soga y le pide a Isaac que junte sus muñecas y tobillos. El niño obedece, mientras solloza casi en silencio.
Abraham no la está pasando nada bien maniatando a su hijo. Ahora sí hay una gran revolución en el cielo. Unos tres mil ángeles contemplan el desconsolador cuadro en el solitario monte Moriah. – ¿No sería conveniente que baje? –pregunta Miguel mientras hace el ademán de querer descender. Dios levanta Su mano y le dice: – Aún no. Mi siervo puede soportar un tanto más. Sé que puedo confiar en él. Isaac ya está atado, y ahora su padre lo carga como si fuese un bebé y lo deposita en el altar. El niño no ha parado de llorar amargamente. No quiere morir. – Hijo, si deseas decirme algo, creo que este es el momento –dice el patriarca. Siempre tuve dudas de cuáles pudieron ser aquellas últimas palabras del muchacho. – Solo hubiese preferido que me lo dijeras cuando salíamos de casa. No me despedí de mamá como habría querido. Apenas le di un beso… y la extraño mucho. Las palabras de su hijo terminan por quebrar al hombre. Ya no puede fingir que todo está bajo control. Ya en ese momento unos siete mil ochocientos ángeles contemplan la escena. Pocas veces el cielo estuvo tan conmocionado. Miguel está asustado. – Va a matarlo – dice–, sé que lo hará y no podré llegar a tiempo. – Llegarás –responde suavemente el Señor. Abraham siente que una parte de él también ha de morir junto con el muchacho. Considera que hubiese sido mejor no haber conocido al muchacho. – ¡Papá! ¡Tengo algo que decirte! –implora desesperado–. Vas a matarme y aún no hemos adorado. Prometiste que adoraríamos. Se nota que es inmaduro y que la vida no tuvo tiempo de enseñarle cuándo es que alguien debe cantar. Uno suele cantar en el servicio de los domingos, no luego de enterarse los resultados negativos de un examen médico, o cuando una enfermedad sigue latente o cuando las deudas lo arrastran a la quiebra. Abraham no quiere cantar, no tiene ganas. No hay ánimo para celebración, pero aún así, sabe que no puede negarle un último deseo a su hijo. En la Tierra nunca sabremos qué canción entonaron, pero siempre imaginé que, de haberlo sabido, habrían elegido el incomparable “Cuán grande es Él”. La voz del niño comienza a fundirse con la de su padre. Dios está sonriendo. – Escuchen –dice–. Este era el propósito de la crisis. Qué diferente suena a muchas canciones huecas y religiosas del domingo. El murmullo de los ángeles ha cesado por completo. La prueba tenía su fecha de vencimiento. Había una hora, un momento y lugar en los que debía finalizar la crisis. Era exactamente cuando comenzaron a cantar, a adorar… Sé que lo has oído decenas de veces. Me refiero a la idea de alabar en medio de la angustia. Al igual que Abraham, no sospechabas que cuando lo haces en medio de la noche más oscura de tu alma, tienes al mejor público que un artista jamás ha soñado: al mismísimo Dios y millares de ángeles. Abraham se despide del chico con un beso en la frente. Es entonces cuando Dios le dice a Miguel que detenga la muerte del pequeño. Miguel comienza a descender a la velocidad de la luz. Abraham levanta el cuchillo mientras que Isaac cierra los ojos para no ver el impacto. Justo cuando todo el monte oye el grito de un ángel. El patriarca detiene el puñal apenas unos pocos milímetros antes del pecho de su hijo. – Tengo un mensaje de Dios, no tienes que matarlo. Él dijo que conoce que lo temes, porque no le has negado a tu único hijo. El hombre desata al niño que, confusamente, llora y ríe a la vez. Y la potente voz del cielo vuelve a oírse. Pero esta vez es el Amigo. Le habla de multiplicación y de bendiciones. – Tus hijos serán como la arena que se encuentra a la orilla del mar. No cualquier arena. No está hablando de esos granos desérticos y pedregosos del solitario desierto de la prueba, sino de aquella arena húmeda en la que podrá recostarse tranquilamente a descansar. Mientras abraza su hijo, Abraham vuelve a llorar. Pero estas son lágrimas distintas. Ya no hay dolor en el corazón del viejo patriarca. Son lágrimas de quien ha terminado una crisis y recibe en mano su diploma de honor.